¡Peor que aquello!
Malhadado día aquel l8 de mayo de l969, cuando un general de nombre Miguel Bracamontes y un mayor (tocayo de Santa Anna), Antonio López Rivera, detuvieron, en Coyuca de Catalán, Guerrero, al maestro Epifanio Avilés Rojas y ordenaron, frente a innumerables testigos, que fuera conducido al Campo Militar Número 1 (lugar que debería avergonzar al Ejército). Aciago día, en el que se inició la práctica infame de la detención-desaparición, que hacía brotar -como ya dije- raudales de lágrimas a muchas compañeras que apenas se iniciaban en lo cotidiano de ese dolor.
Aquella mañana de diciembre, hace ya muchos años, ellas lloraban. y los niños, hijos de los desaparecidos, con los ojitos bañados de azoro, parados frente a la puerta principal de catedral, cargaban con sus manitas frías, una manta que decía: "Queremos a nuestros padres esta Navidad". A sus pies, una alfombra de flores de Nochebuena trataba de restarles tristeza y un enorme cirio alzaba su llama que hacía coro a nuestra frase: ¡una luz de esperanza por los desaparecidos! Y nuestro pensamiento entero se teñía de verde.
-¡Sí, esta noche se ablandarán sus corazones!- decían algunas almas buenas en nuestras filas. mientras las horas desfilaban con sus pasitos de minutos. y nada de lo soñado acontecía.
Iniciamos el acto cuando el sol caía a plomo en las baldosas de la catedral y un viento helado se nos incrustaba, hermanado al dolor, en medio del pecho.
Los niños, con un estoicismo nacido del amor a sus padres, soportaban sin queja alguna aquello que creían se los iba a devolver. El viejo reloj de la catedral parecía devorar las horas y la tarde llegó oscura y con malos presagios. ¡Cuánto me dolía ver a los niños, que en lugar de anhelar juguetes y golosinas, aprendían tempranamente lo que es la injusticia! Sufría al verlos esperanzados y el pensar en el dolor que les causaría la ceguera de los poderosos, su soberbia y su crueldad. ¡No liberarían esa ni otras noches a nuestros seres queridos!
La noche asomó con su manto de estrellas y al contemplar su belleza, la esperanza inundó de nuevo aquellas almas párvulas, ávidas de amor, hambrientas de caricias y de ternura. Pero lo soñado no llegaba. en lugar de ello, como a las 11, cuando la fatiga y el sueño empezaban a vencer al estoico grupo, un policía, todo genuflexiones y zalamerías, se acercó para hablar -dijo- a nombre de sus compañeros "que veían por nuestra seguridad", para pedirnos que nos retiráramos, porque ellos "como ustedes comprenderán" -nos dijo- querían ir a cenar con sus familias.
El asombro atajó nuestro llanto; la ira de momento detuvo el dolor. pero la levadura que llevamos dentro, heredada desde hace muchos años, nos hizo sentir conmiseración por aquellos humildes hombres que -a decir verdad- no eran los causantes de nuestra pena sino, en alguna medida, víctimas del mismo mal gobierno que violaba todas las leyes. y que sus integrantes, para esa hora, ya estarían -ellos sí- "festejando" la Navidad, fatuos, engreídos, sintiéndose intocables en su pedestal de poder, cargando sin sentir culpa, el fardo enorme y terrible de sus crímenes y de su abyección. Tristes, muy tristes, iniciamos la retirada. Los niños, con parsimonia solemne, cual si fuese un ritual, doblaron la manta como se dobla una bandera amada y la colocaron en una de las mochilas que llevaron con su ropa de abrigo, que ya para entonces cubría sus cuerpecitos. Lentamente nos fuimos todos a mi casa, en donde se decidió pasar la noche juntos. (¡Por aquello de la esperanza. !)
En el trayecto, recargada en uno de los vidrios de la ventana del coche, con un pequeño dormido en mi regazo, pensaba en aquel hijo que tantas veces cargué y arrullé, como lo hacía en ese momento con aquel niño, hijo de otro desaparecido que -tal vez- compartiría un trozo de prisión con él.
Alguien habló de la dureza de las almas de los gobernantes; alguien más dijo que lo que llamamos almas en ellos no puede ser otra cosa que intereses, mezquindad, carencia absoluta de caridad.
Yo traté de abstraerme, de no pensar sino en la dulzura del tesoro de los recuerdos de mis tiempos de dicha. ¡Ilusa! La realidad del presente me corroía el alma, pero terca que soy, volví mi mente al pasado. y terminé pensando en don Quijote de la Mancha. Recordé con nitidez mis tiempos de colegiala, mi clase de literatura en la secundaria, cuando mi querida maestra Adriana García Roel nos ponía a leer en su presencia los "clásicos españoles". ¡qué tardes tan hermosas! ¡Cómo me llenaba de orgullo la sonrisa de sus ojos "color de miosotis", cuando aprobaba mi lectura, el énfasis que le daba, la entonación y la "exégesis" que al final era mi obligación hacer de todo lo leído. y pensé en aquellos "desdichados que mal de su grado los llevaban donde no quisieran ir.", que el ingenioso hidalgo liberó, porque vio injusto que los llevaran a galeras, por 10 años. "muerte civil" llamaban aquella pena, que les quitaba todos los derechos. Y "cantar en el ansia" era lo peor que pudiera suceder a los galeotes, significaba hablar en el tormento del agua.
¿Qué ha cambiado de entonces a hoy? ¡Mucho! Puedo responder... ¡lo de hoy es peor que aquello!